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Muertes Injustas: Una Reflexión Necesaria | Opinión | EL PAÍS

No puedo evitarlo. Cada vez que veo a un niño dormido de manera precaria en la cubierta de un barco recién rescatado de las aguas del Mediterráneo, no puedo dejar de ver en esos ojos esquivos a un hijo mío, o a mí mismo cuando era pequeño. No me distrae el tono de su piel. Imagino qué sería de mí si un día en mi país todos se volvieran insensatos o aún más corruptos, y tuviera que huir hacia alguna frontera en busca de un destino incierto, anhelando algo mejor que lo que tenía en mi tierra, esa que tanto amé y de la que hubiera deseado nunca separarme.

Evoco a mis padres acompañándome en ese trayecto, con poca ropa, sin higiene, comiendo lo que encontráramos por el camino y a merced de cualquiera que quiera cometer cualquier clase de tropelía sobre nosotros. Y así imagino a mi padre apaleado, a mi madre víctima de agresiones sexuales para conseguir salvarnos a todos, o a mí mismo siendo entregado a algún pederasta como moneda de cambio. Siento también el frío de dormir a la intemperie, y vivir con una única inquieta esperanza persistente en mi cabeza: la de que mañana todo sea mejor.

Pienso también en el otro lado, ese al que quiero llegar pero no me dejan, porque dicen que les voy a robar su trabajo, que voy a corromper su cultura, que voy a cometer delitos, o simplemente que no quepo en su territorio, y no lo entiendo, porque yo no le quiero quitar nada a nadie. Ni siquiera pretendo seguir siendo quien soy. Sólo quiero ser uno más entre ellos, y si yo no lo consigo porque no logro dominar su lengua o adaptarme del todo a sus costumbres, serán mis hijos los que lo harán, porque querrán ser como los demás, si les dejan.